MARÍA RAFOLS
Pionera en España de la Vida Religiosa apostólica femenina, es fundadora, junto con el P. Juan Bonal, de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana.
Nace en Villafranca del Penedés el 5 de noviembre de 1781.
Su aventura empieza el 28 de diciembre de 1804 en Zaragoza, a donde llega entre un grupo de doce Hermanas y doce Hermanos de la Caridad, para servir a los enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, respondiendo a la llamada de la Junta que lo rige.

Al atardecer de ese 28 de diciembre llegan a Zaragoza. Una primera visita al Pilar, para poner en manos de la Señora aquella nueva y arriesgada misión. Y desde allí al Hospital, aquel gran mundo del dolor donde, bajo el lema Domus Infirmorum Urbis et Orbis, Casa de los enfermos de la ciudad y del mundo, se cobijan enfermos, dementes, niños abandonados y toda suerte de desvalimientos.
María Rafols, Superiora de la Hermandad femenina a sus 23 años, tiene que enfrentarse a una tarea que parece muy superior a sus fuerzas: poner orden, limpieza, respeto y, sobre todo, dedicación y cariño a aquellos seres, los más pobres y necesitados de su tiempo. Pronto se advierte la transformación del hospital, hay limpieza, orden y sobre todo un trato delicado y caritativo.
María Rafols sabe sortear los escollos con prudencia, caridad incansable, y un temple heroico que ya empieza a despuntar.

Es una mujer decidida, arriesgada, valiente. Se presenta, con algunas Hermanas, a examen de flebotomía. Esto, en su época y en una mujer, era algo casi inconcebible.
En los sitios de Zaragoza, durante la Guerra de la Independencia, su caridad alcanza cotas muy altas, especialmente cuando el Hospital es bombardeado e incendiado por los franceses. Entre las balas y las ruinas expone su vida para salvar a los enfermos, pide limosna para ellos y se priva de su propio alimento. Y cuando todo falta en la ciudad, se arriesga a pasar al campamento francés, para postrarse ante el Mariscal Lannes y conseguir de él, atención para los enfermos y heridos. Atiende a los prisioneros, e incluso intercede por ellos, logrando en algunos casos su libertad.
La hermandad masculina sucumbe por las dificultades y desaparece definitivamente en 1808, sin embargo, la hermandad femenina con la madre María Rafols al frente sigue ocupándose de sus tareas, con plena confianza de la Sitiada y creciendo en número para asumir nuevos encargos en el Hospital.
Desde 1813, María Rafols aparece al frente de la Inclusa, con los niños huérfanos o sin hogar, los más pobres entre los pobres. Allí pasará prácticamente el resto de su vida, derrochando amor, entrega y ternura. Es el capítulo más largo de su vida, más escondido, pero sin duda el más bello. Será la madre atenta de aquellos niños por los que se desvive hasta su ancianidad. Su presencia se hace insustituible para lograr el buen orden y la paz en ese departamento, uno de los más difíciles y delicados del Hospital. Sigue además los pasos de los niños que se crían fuera, a cargo del mismo Hospital, o se dan en adopción, defendiéndolos y aún recogiéndolos cuando entiende que no son bien cuidados y tratados.
A María Rafols le alcanzan también las salpicaduras de la primera guerra carlista, con un coste de dos meses de cárcel y seis años de destierro en el Hospital de Huesca, con la Hermandad fundada en 1807, semejante a la Zaragoza, a pesar de que la sentencia del juicio la declaraba inocente. Sigue la suerte de tantos otros desterrados por la más leve sospecha o denuncia calumniosa. Pero cárcel, destierro, humillación, calumnia, sufridos con paz y sin una queja, le hacen entrar de lleno en el grupo de los que Jesús llama dichosos: los perseguidos por causa de la justicia, los pacíficos, los misericordiosos. A su regreso, vuelve sencillamente a la Inclusa, con los niños que no saben de guerras ni odios, pero que intuyen el amor.
Muere el 30 de agosto de 1853, próxima a cumplir 72 años y 49 de Hermana de la Caridad. Su muerte es un reflejo de su vida: serenidad, paz, cariño y agradecimiento a las Hermanas, entrega definitiva al Amor por quien ha vivido y se ha gastado sin reservas, dejando a sus hijas la gran lección de la CARIDAD SIN FRONTERAS, en la entrega día a día. Una caridad que no muere, que no pasa jamás.
JUAN BONAL
El P. Juan Bonal es ante todo un gran apóstol de la caridad, mendigo de Dios en favor de los más desvalidos de la sociedad de su tiempo, misionero incansable por los más diversos lugares de la geografía española, en una entrega radical y heroica.
Nace en Terrades (Gerona) el 24 de agosto de 1769, en una familia de hondas raíces cristianas. Tiene una buena formación intelectual para su época, encaminada al sacerdocio. Emprende sus estudios de Filosofía en la Universidad Sertoriana de Huesca, de Teología en Barcelona y Zaragoza.
Se presenta en Reus (Tarragona) a las oposiciones convocadas por el Ayuntamiento para las dos aulas de Gramática y es aprobado para profesor de una de ellas. Allí residirá durante siete años, los cinco últimos ordenado ya de sacerdote. Es allí donde nace esa vocación de caridad y entrega hacia los marginados de su tiempo, hacia las necesidades que palpaba cada día en su entorno. Junto a la enseñanza, realiza una intensa actividad caritativa y apostólica: visita enfermos y encarcelados, atiende a niños y jóvenes abandonados.
La caridad con los más pobres y desamparados de su tiempo le atraerá de tal manera, que llegará a renunciar a la enseñanza para dedicarse de lleno al servicio de los enfermos en el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona primero, en el de Ntra. Sra. de Gracia de Zaragoza después, a donde llegara en 1804 para establecer en él una Hermandad de Caridad, con vocación de vida religiosa y dedicación a los enfermos y desamparados, quedando él como capellán del Hospital y director de la Hermandad.
Los trágicos sucesos de los Sitios de Zaragoza hicieron de aquel centro hospitalario un montón de ruinas y durante muchos años, la miseria presidió la vida del Hospital y sus moradores.
Los enfermos se agolpan entre las piedras con grave peligro de sus vidas. La audiencia, lonja, casa consistorial y otras son utilizadas como improvisados sanatorios. Días después serán reunidos todos en la Casa de Misericordia y dada la continua llegada de heridos, los civiles serán llevados al pequeño Hospital de Convalecientes donde se instalará definitivamente él nuevo Hospital de Gracia.
Además de espacio, faltan camas, ropas, medicinas, alimentos… y el padre Juan Bonal con las Hermanas salen a pedir limosna por la ciudad recogiendo hasta un puñado de trapos para utilizar como gasas y vendas. Su actividad se desarrolla en varios centros. A la entrada de los franceses multitud de prisioneros serán atendidos por él procurándoles calzado, ropas, alimentos… asiste sobre todo espiritualmente a militares moribundos en varios hospitales distantes entre sí.

Para paliarla en lo posible, el P. Juan dedicará el resto de su vida a mendigar de pueblo en pueblo, por gran parte de la geografía española, a lomos de una mala cabalgadura, en interminables y duras jornadas, como limosnero del Hospital de Zaragoza.
Juan Bonal desea realizar un proyecto de uniformidad de todas las hermandades en beneficio de una única congregación pero la vida religiosa de la época, las juntas de gobierno en los hospitales y las autoridades no hicieron posible este sueño.
Las instituciones son ocupadas por franceses y la nueva Sitiada, conocida como la afrancesada. El nuevo obispo presidente de la junta dice:
“He mirado la pequeña sociedad de las Hermanas, no como a unas pocas y pobres mujeres que en la actualidad sirven con edificación; no las he mirado como un niño en la cuna, de que nada hay que temer ni recelar; sino teniendo la vista puesta en los siglos venideros y escarmentado de los ejemplos pasados, que empezando débiles se hicieron fuertes y casi irresistibles, he cerrado enteramente la puerta a todo engrandecimiento por su parte, estableciendo inalterablemente su absoluta subordinación a la Ilustrísima Sitiada.
Así se excluye toda autoridad o influencia ajena a la Sitiada y se practica una separación del padre Juan de las hermanas que ven disminuir su número dada la poca esperanza de futuro. El 1 de abril de 1813 se nombra un director para la hermandad; don Miguel Gil, ex franciscano y director del Seminario de San Carlos de Zaragoza. Por distintos medios se aleja al fundador de las Hermanas.
Mendigo de Dios por los pobres, pasó por todas partes haciendo el bien, predicando a las gentes sencillas del mundo rural, excitando su fe y caridad, dedicando largas horas al confesionario, impartiendo el perdón y la paz a los que, movidos por su palabra ardiente, acudían a él.
Poco más adelante el Hospital irá recogiendo el fruto de su trabajo:
Juan Bonal por los caminos de una España arruinada recoge, gallinas, cabezas de ganado, lana para colchones, trigo, cebada, judías, etc… son continuas referencias en los documentos que hablan de sus salidas.
Fueron muchas las fatigas e inclemencias de los caminos, muchas las dificultades que encontró en su ingrata misión de limosnero. Pero nada le hará desistir de una empresa que exigía humildad, caridad y paciencia heroicas, en la que ponía ilusión y constancia sin límites, con total entrega y olvido de sí. Misión que se prolongará el resto de su vida, hasta su muerte en el Santuario de Ntra. Sra. del Salz, en Zuera (Zaragoza), donde solía retirarse para preparar sus veredas. Allí rindió su última jornada acompañado de dos Hermanas de la Caridad, de aquella Hermandad por él fundada, con la que siempre estuvo en comunión de ideales y afecto, la madre Tecla Canti, una de las fundadoras y una hermana joven, Magdalena Hecho, de un médico enviado por el Hospital, que tantos beneficios le debía, y de varios sacerdotes. Pero aquella vida está ya muy gastada por las fatigas de tantos caminos y como en la organización de sus veredas, hace testamento dejando unos pocos duros y sus libros en manos del presidente de la Sitiada, que los puso en venta en beneficio del Hospital.
Con plena lucidez y paz recibió los sacramentos de manos del sacerdote de Zuera, mandó celebrar una misa a S. José y el Señor le salió al encuentro el día 19 de agosto de 1829, próximo a cumplir 60 años.
Su cuerpo es trasladado a Zaragoza, por disposición de la Sitiada y sepultado en la cripta bajo la iglesia del Hospital.